![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhZSN-ym3wqFn_WSrsvHsVGxpXR59M5eYjCm0MIvQ8i9fCAFJ5etHG9gL0jfQK8XlnhPxHjk9sOYoJ1yhFjvrfK_XnnTqmH1dxaa63rUSfCxfpmCsxJuZKwnH3QVrY-6WIowDsrjlaTIOY/s215/hpqscan0010.jpg)
Los perros: 1956 es una novela rara. No cualquiera se anima a abrir el capítulo primero con música de Miles Davis en lo más oscuro de Avellaneda, un ex paracaidista francés que anduvo por Indochina y ahora trabaja junto a la policía pesada vernácula, una mujer muerta, tirada en el piso frente a una iglesia mientras su bebé le sigue chupando la teta…, sobre todo porque resulta bastante difícil pensar cómo se sostiene un relato que así arrancó. Sin embargo Faust se anima y lo hace de la mejor manera. Precisamente porque su novela juega a eso, al exceso, con toda la virtud y el pecado que la apuesta estética encierra en estos casos.